El Eixample es un paradigma a todos los niveles de su composición y en el más estricto sentido de la palabra. Ejemplo paradigmático al nivel de concepción ideológica, al nivel de puesta en práctica y adaptación al tiempo y a la sucesión de hechos que lo definen y, como consecuencia, ejemplo paradigmático a un nuevo nivel cultural.
Probablemente, alguien poco familiarizado con el urbanismo como objeto de estudio, a quien se le presentaran las ideas y directrices fundamentales en que se basa la solución que propuso Cerdá, se consideraría capaz, a pesar de su desconocimiento de la materia, de su total comprensión y fácil asimilación. Incluso pudiera verse sorprendido por el hecho del amplio reconocimiento otorgado a un proyecto que rápidamente puede tildarse de simplista y casi de infantil. De este parecer se desprenden los mayores aciertos y también los mayores errores del Eixample, al menos en el modo y en el momento en que fue pensado.
La fortísima influencia filosófica presente en el planteamiento lo aleja definitivamente de otro tipo de solución pragmática ideada en exclusiva por y para la problemática social concreta a resolver, para aquellas personas que se situarán en ese nuevo contexto. Esto no quiere decir que se desentienda de ese factor funcional, de escala humana, que en última instancia, de una u otra manera, es el leitmotiv de todos los proyectos. En este caso se impone la esencia teórica, el pensamiento ilustrado, se aleja la perspectiva para globalizar, para concretar una solución válida a todos los niveles y de una vez por todas. La simplificación es brutal; no obstante, podría decirse que ese es el resultado y la meta última del trabajo y la comprensión sobre lo estudiado, la reducción a unos pocos principios básicos (“cuando realmente comprendes las matemáticas es cuando eres capaz de explicarle una ecuación a tu abuela”). Obviamente, se trataba de Barcelona y de unas preexistencias de obligatoria contemplación: sin dejarse aplastar por el yunque del pasado (de hecho, conservando plenamente esa visionaria pretensión de intemporalidad en la que una repetitiva trama ortogonal se traduce en equiparación de clases sociales) les otorga un papel cómodo y natural en la nueva vida propuesta para la ciudad. La perfección de funcionamiento del sistema viario le otorga una última y crucial virtud (en mi opinión, desaprovechada), que es la posibilidad de transformación de los elementos que conforman la retícula, tanto en el sentido geométrico como de uso, pudiendo establecer así parques urbanos, equipamientos, etc. que acabaran por dotar a la misma más profundamente de una verdadera identidad de barrio.
De hecho, estos y otros asuntos (como un aprovechamiento más rico de los interiores de manzana) estaban considerados en la propuesta original, lo cual me lleva a pensar que prácticamente rozaba la perfección en un plano intangible y todos los defectos que ahora pueden achacársele son únicamente consecuencia de la eterna incompatibilidad entre teoría y práctica.
En comparación con Sevilla, que ha crecido, como muchísimas otras ciudades, de manera gradual con la incorporación de nuevos barrios en sucesivos radios periféricos, el caso de Barcelona es, quizá como el París de Haussmann, mucho más singular. Las comunicaciones no son tan efectivas y la organización no tan clara, aunque esto da lugar a que existan mayor cantidad de puntos referenciales que permiten una asimilación más inmediata de la ciudad, una mayor cantidad de diferentes idiosincrasias en las distintas zonas de la ciudad y, por tanto, menor sensación de unidad. Lo cierto es que, sensaciones aparte, un dato objetivo es que el Eixample ha resistido el paso de 150 años y sigue funcionando actualmente de acuerdo con las necesidades de la ciudad, además de haberse convertido en un referente indiscutible en su terreno.