Los factores que hacen de la montaña de Montjuïc un acontecimiento único en el plano de Barcelona y la diferencian definitivamente del Parc de Collserola van mucho más allá de su mayor cercanía física con la ciudad y todo lo que ello previsiblemente conlleva.
Montjuïc es, en primera instancia, un hecho histórico en sí mismo, ineludible para conformar la historia de Barcelona desde cualquier tiempo al que pueda remontarse la misma. Esto ha ido derivando, de un modo natural, en una serie de ventajas y desventajas que influyen la definición actual de su carácter y función como pieza urbana. Gracias, en gran parte, a su pasado, su relevancia como icono de la identidad de Barcelona ha sobrevivido (en un plano, a veces, poco más que poético); sus usos han pasado por numerosas fases, con altibajos que la han situado en posiciones diametralmente opuestas de popularidad, sin llegar nunca, no obstante, a conformarse como parte íntegra de la ciudad. Creo que son relativamente obvios los motivos que impiden esta anexión completa, no siendo tan obvios los modos de alcanzarla o, sencillamente, el interés o beneficio que realmente supondría conseguirla. Uno de los primeros, como en cualquier topografía montañosa, es la dificultad de conseguir una comunicación fluida, entre sus espacios internos y en los límites que separan el conjunto de la montaña de la ciudad (sobre todo, a pie). Esta misma razón es la que impide un desarrollo residencial que propicie una actividad continuada en relación con la de la ciudad circundante. Por el contrario, a día de hoy, en algunas ocasiones con más acierto que en otras, no deja de ser un escenario casi exclusivamente dedicado a actividades de ocio (culturales, deportivas o exclusivamente lúdicas): el Museo Nacional d’Art de Catalunya, el Museo Arqueològic, el Palau Sant Jordi, la Fundació Miró, el Estadi Olímpic de Montjuïc, etc. Estos sitios producen, a excepción del MNAC por su mayor dimensión e importancia y por su contacto directo con Plaça Espanya, flujos de actividad muy limitados o, en ocasiones extraordinarias como pueden suponer conciertos o grandes eventos deportivos, franjas temporales de afluencia punta de personas y vehículos para las que tampoco sirven del todo correctamente las infraestructuras y medios de movilidad disponibles.
Sacarle más partido pasa, siendo poco específico, por hacer el conjunto más claro y perceptible como tal, unitariamente; por otra parte, por hacerlo más accesible, enlazándolo en puntos concretos con la red de metro o mejorando los recorridos y la eficacia de las líneas de autobuses (existentes o por existir). Todo ello, a su vez, para una implantación sencilla y un funcionamiento efectivo, requeriría de un planteamiento global que otorgara coherencia a la relación entre todos los elementos allí situados, potenciando su uso y el dinamismo de la zona.
El ejemplo de Montjuïc encuentra su analogía más directa en Sevilla en la Isla de la Cartuja, terrenos sometidos a la mayor obra pública de la década en Europa con motivo de la Expo 92 y actualmente divididos en seis áreas: una monumental en torno al monasterio cartujo de Santa Mª de las Cuevas, una administrativa en la que actualmente se desarrolla el proyecto Puerto Triana, una zona lúdica con el parque temático Isla Mágica como principal protagonista (y el posteriormente construido Estadio Olímpico de Sevilla), una zona universitaria, un parque metropolitano (Parque del Alamillo) y un parque científico y tecnológico denominado Cartuja 93. Como también ocurriera en cierta manera en Montjuïc, se pobló de usos creados exclusivamente en su momento para la celebración de un gran evento, siendo después poco frecuentados o directamente abandonados, distanciados también de la ciudad por un factor geográfico, en este caso, el paso del río Guadalquivir.
Tan sólo cabe esperar que el plan director de usos pendiente de aprobar acabe definitivamente con esa especie de confusión característica del Montjuïc que vivimos y le devuelva su estatus de referencia para la ciudadanía en un sentido menos literario y más cotidiano.