Por eso, el Besós, que en el marco de otras circunstancias históricas y geográficas hubieran sido probablemente elementos especialmente cuidados y protegidos por su atractivo exclusivo dentro de los espacios y la vida pública, llegó a hacerse tristemente famoso por ser el río más contaminado de Europa durante parte de las décadas de 1970 y 1980. Al suponer un límite (con el paso del tiempo cada vez más fácilmente salvable) pero no un elemento que tuviera especial relevancia como foco de actividad o producción para los primeros asentamientos, fue posteriormente convirtiéndose en un lugar idóneo, dados los tiempos y el crecimiento de la ciudad, para la disposición de zonas industriales y residenciales de periferia. Hoy, a pesar de que el avance comunicativo a todos los niveles consigue un tránsito más fluido y unos límites menos claros, los márgenes del río Besòs siguen quedando pobremente implicados con los núcleos de movimiento de la provincia de Barcelona. La adaptación de uno de ellos como zona verde anexa al curso del río es una estrategia indiscutiblemente acertada en concepto, aunque en su puesta en práctica ayude igualmente a desvelar que es tan sólo el principio de un proceso más largo y complejo. El principal problema, al menos desde el punto de vista visual y estético, es la presencia del uso industrial en el margen opuesto, obviamente no deseable en el momento en que la ciudad se expande y queda absorbido dentro de sus límites urbanos más inmediatos.
Los márgenes del Guadalquivir en Sevilla, aunque no haya sido a través de un determinado acierto en la planificación urbanística, disfrutan de una cercanía directa y armoniosa con el centro histórico de la ciudad, ofreciendo paseos en un relativo buen estado y vistas dignas de guía turística. Por otra parte, al ser tan ampliamente frecuentados, los jardines no ofrecen las condiciones propicias para la realización de actividades deportivas, siendo éste, desde mi punto de vista, el único defecto de uno de los sitios más privilegiados de la ciudad.