Existe una especie de implícito equilibrio entre todos los factores y elementos que componen el casco antiguo de Barcelona. Y, atendiendo a la heterogeneidad de la carga histórica contenida en casi cada calle o plaza (conservada, recientemente creada o varias veces intervenida), no puede dejar de resultar extraño. Extraño porque, salvando subjetividades acerca del carácter de los espacios y su adecuación a la ciudad moderna y su modo de vida, el noventa por ciento de las veces parece revelarse claramente una intención de conjunto en la que, olvidados intencionadamente los rasgos más superficiales que pudieran definir la impresión unívoca de un proyecto inmediatamente comprensible, se disuelven las partes en una suerte de funcionamiento coherente.
Con unos planteamientos que no pueden ser ni tan simplificadores ni tan obvios como en un trabajo sobre tabula rasa (o quizás no tan temerarios como para hacer frente a las pesadas imposiciones contextuales), la mayoría de las intervenciones para crear espacios públicos antes inexistentes se me antojan exitosas: prácticamente nacidas de la escala de la trama (Sant Felip Neri) o conviviendo con las actuales condiciones de la ciudad sin romper la armonía propia de la zona (Plaça Nova). Si tengo que destacar una excepción a lo que es, en general, una ciudad (Ciutat Vella) tan humana que deja de ser comprensible para el urbanismo moderno, es precisamente aquella más propia del mismo: Vía Laietana. Si bien es cierto que probablemente fuera, con vistas a la ciudad actual, bastante necesaria funcionalmente, no deja de ser, a día de hoy, un radical corte (hasta un punto emocional), en las características más esenciales del barrio.
Si nos vamos a Sevilla, los primeros puntos en común son claros. La trama no deja lugar a dudas a la hora de encontrar un nacimiento relativamente cercano en muchos aspectos. No obstante, intentando profundizar un poco en la manera en que se vive hoy ese centro histórico, se encuentra gran disparidad entre ambas ciudades. Por ejemplo, Sevilla (por una planificación más desacertada o por ir con cierto retraso respecto a Barcelona en lo que pueden considerarse puntos comunes en la evolución de la ciudad europea) aún conserva el tráfico rodado en un importante porcentaje de la zona. Esto origina que las calles, a pesar de presentar casi siempre un poco más de anchura que muchas de las visitadas aquí en Ciutat Vella, apenas tengan espacio para el peatón. Pienso, sin embargo, que éste, junto con otros aspectos como la mayor profusión y dimensión de espacios públicos y zonas verdes (Alameda de Hércules, Plaza Nueva), hacen que el centro de Sevilla aún resulte más vivo que Ciutat Vella. Con ello me refiero a que sigue perteneciendo más a los residentes de la zona que al servicio de la ciudad como escenario de visita y turismo, a pesar de que se trate de una mera cuestión de tiempo, pues intervenciones recientes como la incorporación del tranvía que une los Jardines del Prado de San Sebastián con Plaza Nueva y la simultánea peatonalización de la Avenida de la Constitución apuntan indudablemente en la dirección contraria. A pesar de lo comentado, no lo considero un desacierto, pues ponen de relieve y enmarcan algunas de las singularidades más importantes y conocidas (la Giralda y la Catedral, la margen ajardinada del río Guadalquivir). Existen también intervenciones puntuales completamente desacertadas y fácilmente comparables con algunas de Ciutat Vella: mientras que el Mercat de Sta. Caterina se involucra profundamente con las preexistencias y da una elegante respuesta a los condicionantes, el proyecto Metropol Parasol que está terminando de ejecutarse en la Plaza de la Encarnación aspira más a ser un icono publicitario que sirva para equiparar Sevilla y su casco histórico con algunas grandes ciudades europeas.
Creo que ambas ciudades tienen motivos para querer considerar esa parte más antigua de las mismas una parte fuertemente representativa, sin necesidad de caer en manifestaciones arquitectónicas insulsas ni una excesiva orientación al comercio del turismo.