Resumiendo mucho, la conclusión que con mayor inmediatez se desprende, en mi opinión, de poner en claro las líneas generales que definen el carácter del Parc de Collserola es que cualquier intento de convertirlo en un parque urbano, entendiendo el término en un sentido puramente práctico y no legislativo o técnico, pasaría por una pérdida irremediable de todas esas particularidades tan distintivas. Es decir, el intentar alcanzar la consecución de aquellas comodidades a las que nos tienen acostumbrados los espacios verdes al uso en gran parte de las ciudades europeas (y la manera de entender el buen urbanismo que hay detrás de su organización) convertiría Collserola, a grandes rasgos, en un espacio verde común, con todos los pros y los contras consiguientes.
Actualmente, la lejanía de Collserola trabaja en muchos más sentidos que el de la mera lejanía física (solucionada, en parte, con los trenes de cercanías). La lejanía se basa más bien en la desvinculación total con respecto a la vida de la ciudad, la sensación de no-pertenencia y la imposibilidad de acceso a pie. Más que considerarla un defecto, se me antoja una consecuencia natural de sus ventajas que, reinterpretadas, podrían ser las mismas anteriormente enumeradas; la falta de relación con la ciudad a todos los niveles consigue un efecto en el ciudadano que para muchos será muy positivamente valorado. Asimismo, la mayor parte de los factores definitorios podrán ser interpretados en dos sentidos contrapuestos e incompatibles: las dimensiones, la topografía y el mínimo impacto humano hacen el espacio más incómodo para el tránsito y más aburrido para la estancia, tal y como lo hacen más admirable, relajante y sensitivamente único en su naturaleza casi perfectamente salvaje. En definitiva, para mí la pregunta no sería cómo acercar Collserola a la vida de Barcelona, sino si realmente es eso lo que se quiere.
En Sevilla, para bien o para mal, abundan plazas y espacios verdes de considerables dimensiones incluso en el mismo casco histórico de la ciudad. Esto hace que, aunque la zona siga un proceso de peatonalización progresiva, no se pierda nunca la noción de ciudad, de cercanía más o menos relativa con el tráfico y otros hechos propios de la misma. Incluso de un modo más implícito, en el Parque de María Luisa, de 40 hectáreas de superficie, no llega a revelarse nunca la sensación (psicológica) de separación de lo rutinario o conocido, en parte debido a la cantidad de elementos construidos y de actividad que se desarrolla en su interior (bicicletas, museos, bares, bancos, fuentes, plazas, etc.). Todo ello comporta, como destilado de su esencia misma, la consecuente serie de virtudes y defectos en comparación con la naturaleza de Collserola: mayor oferta de posibilidades de cultura y ocio, menos sosiego y tranquilidad, más cómoda y rápida comunicación con el exterior y dentro del mismo parque, mayor impacto humano y artificialidad en el ambiente, … Un espacio de Barcelona que cabría incluir, desde mi punto de vista, en la misma categoría de éste (y que considero igualmente exitoso en su cometido) es el Parc de la Ciutadella. Con intención de no hacer tan estricta está diferenciación, cito Hyde Park en Londres como único ejemplo que conozco de parque que aúna de forma efectiva las virtudes del parque metropolitano y el parque urbano.
En conclusión, cualquier zona verde tiene bastantes posibilidades de éxito independientemente de su situación y circunstancias si se orientan coherentemente estas cualidades previas con respecto a su tipo de uso y servicio a la ciudad.