Por la total concreción funcional a la que responde, por lo estrictamente delimitado de los espacios reunidos en la visita y, en definitiva, por pertenecer al ámbito de todas aquellas construcciones conocidas como infraestructuras, cuyo objetivo es servir de soporte para el desarrollo de otras actividades y su funcionamiento, la riqueza o profundidad del objeto de estudio en cuestión es, en esta ocasión, ostensiblemente más pobre que en otras. No obstante, del entramado de relaciones que conecta estos depósitos con todos aquellos otros aspectos de la ciudad susceptibles de ser experimentados de un modo más o menos directo si pueden extraerse conclusiones tan interesantes como desconocidas.
Primeramente, ofrece una ligera idea de la enorme complejidad de funcionamiento de todos esos sistemas requeridos para que, sencillamente, el ciudadano tenga la posibilidad de dedicar su tiempo a ejercicios considerados como productivos en la mayor cantidad y variedad de contextos previsibles. Desde la escala del hogar hasta la de gran población (desde la escala de la arquitectura a la del urbanismo), las infraestructuras solucionan problemas y aportan facilidades sin llegar a dar, en la inmensa mayoría de los casos, fe palpable de ello. Es por eso que supone un descubrimiento la existencia de los depósitos de regulación de aguas pluviales, así como lo supondría el conocimiento de los medios que gobiernan el funcionamiento de la red de transporte público, por poner solo un ejemplo. A veces por un factor cultural, a veces por un factor organizativo que posibilita la compatibilidad física con otros sistemas y espacios, y a veces por una mezcla de ambos, lo cierto es que todas estas instalaciones y redes de servicios deben quedar permanentemente ocultas en la mayoría de los casos. Tanto es así que incluso, como es el caso presente dada su relativa singularidad, esta condición llega a convertirse en un motivo y principio esencial de proyecto.
La relación que se crea en esta ocasión puede considerarse simbiótica, estableciéndose un aprovechamiento que funciona en las dos direcciones: mientras la superficie del Parc de l'Escorxador permite reducir con cierta elegancia la problemática estructural que conlleva la construcción de ese gran complejo subterráneo que es el depósito, éste contribuye en gran medida a las labores de mantenimiento de dicha zona verde, cumpliendo simultáneamente la función para la que es ideado a mayor escala. La única propuesta de mejora en este método de funcionamiento que surge de un modo casi obvio sería extrapolar ese servicio que se produce a un nivel local (riego del parque) hacia otro nivel más extendido, abogando por esa concepción de ciudad sostenible cada vez más necesaria. Supongo que la tendencia futura avanzará en dicho sentido, aunque son aún muchos los pasos intermedios restantes organizativa y técnicamente hablando.
En Sevilla, por razones que van desde lo puramente económico a la influencia que tiene en el terreno la situación de la totalidad de la ciudad en la cuenca hidrográfica del río Guadalquivir, pasando por el demasiado frecuentemente manifiesto peso de la historia, apenas existen infraestructuras subterráneas de cierto porte. Hace ahora un año se inauguró, remontándose la gestación del primer proyecto al año 1974, la primera línea del Metro de Sevilla. Y dado el escaso índice de precipitaciones y los nulos accidentes que presenta un relieve de ciudad prácticamente plano, lo cual anula la necesidad de una red de depósitos como la de Barcelona, serán previsiblemente las de transporte las únicas infraestructuras subterráneas “singulares” que ocuparán Sevilla, contribuyendo progresivamente a la anexión de los municipios más cercanos del área metropolitana, como ya ocurriera, salvando las distancias, en Barcelona.